María Flores tenía cargas salidas de no sabía donde. Ella tenía un nombre de persona común que camina erguida y muy pulcra por la calle, que se sienta en parques con compañía agradable y que prepara arroz con leche una vez a la semana, pero pasaba triste todo el tiempo. Se cansaba de levantarse y lavar la loza. Se cansaba de levantarse y ver todos los días Buenos Días a Todos, el matinal de Chile. Se cansaba todos los días de sus hijos con nombres tan pulcros y diáfanos como ella. Se cansaba de su casa demasiado grande, demasiado blanca y de sus paredes interminables de limpiar y decorar.
María Flores tenía pesos salidos de no sabía donde, pegoteados todos a su espalda dura de dolores autoimpuestos y de tensiones inventadas. María Flores era la única vecina del barrio que cuando limpiaba los vidrios del segundo piso, lo único que pensaba era en tirarse desde él.