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amor. amor. amor. Estoy aquí, no ves?

Ella y Manuel.

Yo a veces creía que te quería, por la forma en que me daban escalofríos cuando tu mano me tocaba tantas partes siempre ocultas. Yo a veces creía que te quería por la forma en que nos entendíamos dando vueltas, siempre rodando en la cama gigante, interminable, en la oscuridad de cualquier pieza, en el frío de todo suelo. Yo juraba que te quería cuando me tocaba de noche y pensaba en tí. Y que conste que pensaba en tí todas las noches.

Perdóname, yo sé que tú si me querías. A pesar de ella siempre a tu lado, a pesar de los te amo proclamados. No podías evitar mirarme todos los segundos. No podías evitar acostarte conmigo y comenzarlo todo de nuevo, siempre el movimiento a lo largo de mi cintura, mis piernas, mi entrepierna. Manuel, querido, siempre me amaste y yo nunca te amé.

Perdóname. Perdóname la calentura.

La Vecina.

María Flores tenía cargas salidas de no sabía donde. Ella tenía un nombre de persona común que camina erguida y muy pulcra por la calle, que se sienta en parques con compañía agradable y que prepara arroz con leche una vez a la semana, pero pasaba triste todo el tiempo. Se cansaba de levantarse y lavar la loza. Se cansaba de levantarse y ver todos los días Buenos Días a Todos, el matinal de Chile. Se cansaba todos los días de sus hijos con nombres tan pulcros y diáfanos como ella. Se cansaba de su casa demasiado grande, demasiado blanca y de sus paredes interminables de limpiar y decorar.

María Flores tenía pesos salidos de no sabía donde, pegoteados todos a su espalda dura de dolores autoimpuestos y de tensiones inventadas. María Flores era la única vecina del barrio que cuando limpiaba los vidrios del segundo piso, lo único que pensaba era en tirarse desde él.
Yo no escribo porque tengo pena.
Yo no escribo porque tengo rabia.
Yo no escribo porque tenga palabras.
Yo no escribo porque tenga algo que decir.


Yo escribo porque me muero,
todos los días.

y-a-cada-rato.

Inexorable

¡LAS HORAS!

Trombosis

De manera que las palabras, las letras, mi lengua, mis pasos, mis ganas, todo se me traba. En la garganta, en la piel, entre mis dedos que siempre son cortos y vacíos para sostenerlo todo, incluso a mi misma y a mi vida.
Incluso a ti.


(sin fecha)

2008

Era mi madre. Mi madre diciéndome que tomara otra vida, que lo hiciera. Me tendía la mano, el beneplácito y la duda. Me decía que fuera esas mil personas que estaba destinada a ser, que mis mentiras que nunca conoció se convirtieran en gente, en mis gestos, mi grandeza, que mi cuerpo fuese arte y que, más que nada y que todo, escogiera de manera rotunda y terrible mi felicidad.

Pero ya era tarde.

Hace 365 Días

Escuchaba el reloj enfermizo que acompañaba a la Teletón de ese año. Cada hora de amor era una hora de tortura para ella, que intentaba recordar todo ese año contenido en fórmulas terribles de matemáticas, física y química.

Noviembre, 2008.

Calle.

La calle Hiroshima siempre fue triste, y fue ese mismo aire a tragedia la que la llevó a vivir allí. En las mañanas nadie se levantaba temprano, quizá porque todos en esa calle se encontraban demasiado cansados y en la tarde siempre se podían escuchar canciones tristes desde todas las ventanas. Ella cooperaba con música de películas aún más tristes que todos ellos y lloraba mientras miraba por la ventana, lloraba mientras lavaba la loza y refregaba mucho los platos, sin importarle que después las manos le quedaran secas y feas. Sus manos, de cualquier forma, secas o con crema, nunca le iban a gustar.

La calle donde vivía se llamaba Hiroshima. Y en ella olía un poco a desastre nuclear, a niños deformes y madres calvas de cáncer y agotamiento. En ella olía profundamente a desamparo y se habían suicidado trece personas. Allí, algún día, ella dejaría de darle vueltas al mundo y se tomaría trece pastillas y una botella de Gin porque el Gin era triste, triste igual que ella. Y cuando su estómago ácido, se llenara de sopor y de embriaguez para siempre, ella se quedaría dormida, junto al teléfono, intentando llamar -tarde- a alguien que supiera como devolverle las ganas de vivir
o las ganas de ser feliz.

Su Novio Número 3

El olor a saliva había empezado con el primer beso. Ella se comió un chicle y trató de no sentir el aroma a secreción impúdica y expuesta, pero al otro día el olor persistió. Y mientras pasaban los días, en vez de acostumbrarse, el olor comenzó a invadir su casa, su aire y su propia calle. Sus piernas, sus brazos, sus pechos. Había olor a saliva por todas partes, por todos lados, impregnada a propósito, a despropósito, pero impregnada igual.

Entonces a la semana siguiente tuvo que terminar con él.