Hermanas.

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Se fueron ayer. Un viaje de esos de dos, tres, cuatro días. Mi hermano se ha ido a quedar donde algún amigo. Lo de siempre.

Yo y ella nos quedamos en la casa.

La tarde pasa muy tranquila y muy normal. Yo me quedo en el piso de arriba, con un computador, viendo alguna estupidez en Internet mientras evito a toda costa hacer cualquier cosa productiva. Soy una vaga la mayoría del tiempo, lo bueno es que la gente tiene esta extraña sensación de lo contrario.

Ella se queda abajo.

La casa entera pasa en silencio todo el día. Ni yo ni ella lo notamos, porque los audífonos conectados a cada computador suenan fuerte, tocando la misma música. Las mismas canciones. Incluso cantamos al unísono, pero ninguna se da cuenta.

Son las siete.

Bajo a la cocina y nos encontramos. Nos servimos leche y cereales. Nos sentamos en la mesa y comimos en silencio. Antes solíamos conversar. En los últimos tiempos, por último nos fumábamos un pucho compartido.

Ella termina primero. Se levanta, deja todo en el lavaplatos y se va. Me da un poco de pena, pero después me enojo: de nuevo no lavó su loza.

Termino mi leche, termino mi cereal, me levanto y tampoco lavo mi loza. Salgo de la cocina, subo las escaleras. Desde arriba la escucho cantar nuestra canción favorita y de repente la echo mucho de menos.


Las casas de la clase media a veces si pueden ser demasiado grandes.


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