Se llamaba Matías, pero le decían Valenzuela.
Valenzuela el que no habla.
Valenzuela el que no sale con nosotros después de la oficina.
Valenzuela el fome.
Valenzuela el raro.
Pero Matías si hablaba, solía salir por ahí después de la oficina, no se consideraba particularmente fome y encontraba que en la oficina había gente más rara que él, como Patricio, que comía pedacitos de papel confort cuando pensaba que nadie lo estaba viendo, o como Cecilia, que tenía una colección de fotos de Miriam Hernandez en su escritorio y que todos los días a las 10 de la mañana (cuando la gente se iba a hacer un café) se ponía a escuchar y cantar muy bajito "el hombre que yo amo" o también como Gutierrez, que siempre a horas distintas del día se paraba de su asiento, iba hacia la ventana y se quedaba allí al menos un minuto y medio mirando a la nada, con una mano en el vidrio y la otra colgando. La más rara de todas, eso si, era Matilde, pero como era la más linda nadie lo notaba.
A Matías todos lo encontraban extraño porque todos seguían a Matilde menos él, ella hacía un efecto solar espectacular que pocas veces había visto. A lo mejor era el pelo rubio, eso siempre parecía hacer algo que él nunca había alcanzado a comprender. En cambio él prefería salir a las seis y media, bajar del edificio, caminar unas cuadras y encontrarse con Gutierrez, en una banca frente al mapocho. Allí se sentaba siempre a un palmo de distancia de ella, hablaban un rato sobre la oficina, la tele y algunas noticias y entonces sacaba una cajetilla, le daba un cigarro y fumaban juntos, comiendo las frutillas que ella siempre traía en un pote de plástico, cerca de todos los autos en hora punta pero ni escuchándolos mucho, ni dándose cuenta de que Gutierrez picaba y maceraba las frutillas sólo por él y que él compraba cigarros mentolados sólo por ella.