Todas se habian vuelto flacas de repente, deportistas, corredoras, escaladoras, bailarinas.
Todas estaban haciendo dietas detoxificantes, tomando jugo de apio, comiendo avena al desayuno, comiendo gazpachos al almuerzo y yogures light que son la reencarnación del castigo divino sobre el mundo, uno de los jinetes del apocalipsis. Yo las miraba sin poder evitarlo, a distancia considerable, con el vómito a medio camino entre la envidia y la decepción y la convicción profunda de que jamás sería como ellas, la tristeza profunda de nunca ser la más linda, de nunca ser la más atractiva, de nunca ser Remedios y de vivir día a día siempre en el borde de la histeria al llevar a cuestas ese pensamiento. No sabía qué me había hecho el mundo, qué concepción retorcida me había inculcado el mundo que necesitaba resplandecer tanto por ninguna razón de peso o lógica más que la insulsez de la belleza, qué me había hecho el mundo para odiar al hombre terrible que me miraba ocasionalmente en la calle y la sensación horrible de fealdad y necesidad cuando no ocurría durante el día y entonces odié al mundo y odié a los hombres, pero nunca pude sacudirme el odio a mí misma de ser insuficiente, porque cada célula en mi cuerpo desatendido y flojo y tedioso lo había asimilado durante ya 20 y muchos años y ya era tarde para desaprender, no lógicamente, pero corporalmente.
Nadie me enseñó a quererme, por eso me quiero a medias y siempre de muy malas maneras.
Por eso también cuando te quiero, te quiero así y siempre con miedo de que te des cuenta, de que entonces veas todo, la falta por fuera y lo podrida que tantas veces estoy por dentro.