confesión número 33

Todas se habian vuelto flacas de repente, deportistas, corredoras, escaladoras, bailarinas. 
Todas estaban haciendo dietas detoxificantes, tomando jugo de apio, comiendo avena al desayuno, comiendo gazpachos al almuerzo y yogures light que son la reencarnación del castigo divino sobre el mundo, uno de los jinetes del apocalipsis. Yo las miraba sin poder evitarlo, a distancia considerable, con el vómito a medio camino entre la envidia y la decepción y la convicción profunda de que jamás sería como ellas, la tristeza profunda de nunca ser la más linda, de nunca ser la más atractiva, de nunca ser Remedios y de vivir día a día siempre en el borde de la histeria al llevar a cuestas ese pensamiento. No sabía qué me había hecho el mundo, qué concepción retorcida me había inculcado el mundo que necesitaba resplandecer tanto por ninguna razón de peso o lógica más que la insulsez de la belleza, qué me había hecho el mundo para odiar al hombre terrible que me miraba ocasionalmente en la calle y la sensación horrible de fealdad y necesidad cuando no ocurría durante el día y entonces odié al mundo y odié a los hombres, pero nunca pude sacudirme el odio a mí misma de ser insuficiente, porque cada célula en mi cuerpo desatendido y flojo y tedioso lo había asimilado durante ya 20 y muchos años y ya era tarde para desaprender, no lógicamente, pero corporalmente. 
Nadie me enseñó a quererme, por eso me quiero a medias y siempre de muy malas maneras.
Por eso también cuando te quiero, te quiero así y siempre con miedo de que te des cuenta, de que entonces veas todo, la falta por fuera y lo podrida que tantas veces estoy por dentro.