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Cuando Carolina salió a sacar la basura ese día veintisiete de junio del año pasado se afirmó con las dos manos en la pandereta de su casa, apretando la mandíbula muy fuerte para que se le pasaran las ganas de llorar. Porque sólo los débiles lloraban y eso era lo único en su vida que no era, lo único que le quedaba, a pesar de que estuviera tan cansada y a veces ya no quisiera más. Carolina era toda fuerza y eso nunca, nadie, jamás se lo quitaría.
Sin embargo tan pronto se prometió todo aquello, las piernas se le doblaron, los ojos se le aguaron aunque pestañeó furiosamente en un intento vano de evitarlo y la muralla fue la única presente y la única que la contuvo cuando de repente no aguantó más y sin poder evitarlo de ninguna manera, se puso a llorar.