Habían tres monstruos en su pieza.
Uno vivía entre medio de las paredes, uno a los pies de su cama y el otro en una esquina de su pieza, junto a la puerta. Solían atormentarla por las noches, pero luego de unos meses comenzaron a utilizar simplemente los silencios, incluso a plena luz del día.
En poco tiempo comenzó a tener pesadillas que aumentaron sin poder hacer algo por detenerlas. No se acostaba sin audífonos y música y jamás, pero jamás abría los ojos al apagar la luz de su pieza. Durante el día comenzó a evitar la habitación, pero cuando quiso ocupar la salita de estar, el living y el comedor, fueron invitando a más monstruos a vivir a la casa. A los nueve meses llegó uno que se le colgaba en la espalda cuando subía las escaleras y luego, uno que la sobresaltaba al mirar en los reflejos de las ventanas y otro que se escondía tras las cortinas de las duchas. Había uno, el peor, que comenzó a seguirla día y noche, sin descanso y después de un tiempo en eso se encontraba ya tan cansada y tan nerviosa que le costaba hacer cualquier cosa.
Los monstruos no la dejaban tranquila.
Un día, intentando descansar, salió de su casa y sin querer el monstruo que la seguía salió a la calle con ella. Los pies se le comenzaron a enredar entonces y caminar comenzó a hacerse muy difícil. Miraba hacia todos lados, pensando que alguien la observaba y al llegar a la esquina para cruzar la calle sintió tanto pánico que tuvo que volver a su casa. Regresó llorando, sabiendo lo que ocurriría a continuación. Lo había estado presintiendo hace mucho tiempo.
Cuando logró tomar la decisión de abrir la puerta el sol ya se había puesto. Puso la llave en la cerradura y la giro, abriendo apenas un poquito la puerta. Juntó todo el valor que pudo y dio un paso adentro, cerrando la puerta tras de si.
No abrió los ojos hasta llegar a tientas a su pieza.
Desde que apareciera el primer monstruo, ya hace dos años, justo al frente de su cama, había temido ese momento. Había logrado convivir con ellos demasiado y el miedo la había ido quebrando de a poco hasta hacerlo todo inconcebible. Había sido cosa de tiempo y de cobardía, porque sabía que si lo hubiese hecho desde un principio quizá hubiese encontrado alguna salida. Ahora era muy tarde. Tenía la completa certeza de que cuando abriese los ojos y los viera, se volvería loca. Simplemente eso.
Loca.
Respiró muy hondo, haciendo caso omiso a las ganas incontenibles de llorar que tenía. Se paró justo en medio de la habitación, intentando en vano ahuyentarlos, sintiendo un escalofrío cuando el monstruo de la puerta, el más aterrador, apoyó una de sus manos justo en medio de su espalda. No fue el único que se acercó. A los demás, de repente, los sintió justo a su lado, todos altos y terribles. Eran cientos, eran miles o millones.
Quiso gritar.
Salir corriendo.
Intentó incluso rezar.
Pero no lo logró.
Lo único que pudo hacer fue abrir los ojos.