cinco minutos.

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Miro la hora y ya es una hora y veintisiete minutos tarde.

Abro el locker intentando hacerlo deprisa y las llaves se me traban en las manos. Se me caen. Maldigo, las recojo, no entran, no era el llavero correcto, busco de nuevo en mi bolsillo. Ahí están. Ya es demasiado tarde, pero ahí están.

Echo o tiro las cosas en el cubículo. El fonendo, el delantal, los otros artefactitos extraños que a veces ni siquiera yo sé para que se supone que sirven. El olor a vomito del niño de la 506 no se va. Ducha o mal olor?
Mal olor esta vez.

Y salgo corriendo, por fin, abrochándome la chaqueta mientras intento caminar rápido, mandar un mensaje de texto de disculpa y amarrarme el pelo a la vez. No soy buena en la multifuncionalidad, nunca lo he sido, pero insisto.

Suena el beeper.
Mierda.
Lo miro, el caballero de la 401. El del transplante de corazón.
Dejo de mandar el mensaje, la chaqueta se queda abierta, el pelo suelto y ya no camino.
Inspiro y espiro cinco veces. Patético o no, desde que vi Lost siempre cuento hasta cinco en momentos como este.

Corro de vuelta, me pongo el delantal , saco el fonendo, etcétera.
El celular suena de nuevo, es Manuel.
No contesto.
Subo corriendo a la sala de cirugía. Me lavo las manos, Martina me viste, me sonríe encogiéndose de hombros. Le devuelvo la sonrisa, cansada. Había estado hablando sobre mi cena de aniversario durante toda la semana y todavía estaba allí.

Las puertas se abren, el silencio. Me acerco al cuerpo del que sacaremos el corazón. Hay alguien, una de las enfermeras, intentando contactar seguramente a la familia de ese pobre hombre. La veo marcar los ocho números.

De pronto escucho el sonido del celular desde la pieza contigua.
Veo a Martina tomarlo y contestarlo.
Y luego la veo mirando a la enfermera que está justo con el otro celular, al frente de ella.

Y entonces,
ruido.



-Manuel.