Días de mierda

.

Corrió hacia las puertas pero cuando estaba a punto de entrar, se cerraron en su cara.
Típico.
Enrabiada, fue hacia los asientos para descansar un poco sus pies de los tacos que la estaban matando pero cuando estaba llegando, una señora tomó el único que quedaba libre. La miró con ese odio que sólo se puede llegar a tener en el Metro, donde usualmente perdía toda su fe en el ser humano, pero la mujer ni se inmutó.

Suspiró, cansada y se apoyó en la pared del andén.

Pasó la línea verde.
Cinco minutos más.
Llegó la linea roja.

Se arrastró hacia el último vagón en un desesperado intento de poder aguantar el viaje sin comenzar a maldecir a medio mundo o peor, ponerse a llorar como las histéricas, lo que era tan probable a esa hora.

Mientras el tren se acercaba, divisó un asiento libre y los ojos le brillaron de pura esperanza. Pero entonces se abrieron las puertas del metro y vio a Miguel abrazando a la mujer que iba a su lado y no pudo moverse. Se quedó allí, congelada, mientras las señoras pasaban a su lado y la insultaban por estar allí quieta y la golpeaban con sus bolsas y las puertas se cerraban, mientras Miguel, al frente de ella la miraba sorprendido, siendo arrastrado por la mujer a su lado hacia el único asiento libre que quedaba del último vagón.


.

agotada.

.

Y entonces, como una revelación divina, supo que hacer.
Primero le gritó a la gente del metro.
Después le gritó a los guardias del metro.
Luego gritoneó también al chofer del metro.

Se demoró dos horas y 37 minutos en llegar al trabajo,
pero valió la pena.


.

preocupaciones.

.
Los sábados en la mañana siempre eran de Carolina.
Sagradamente se levantaba a las nueve sin importar el sueño, iba a la pieza, la despertaba, la llevaba al baño para que se duchara, iba a la cocina, le preparaba el desayuno mientras ella se alistaba y entonces ella bajaba y se tomaban un jugo de naranja con dos tostadas con palta.

Cuando estaban a mas o menos 50 metros del parque entonces Carolina corría hacia los juegos un poco desesperadamente. Era en ese momento en que sentía la culpabilidad de madre ausente, seguida por la racionalización que le indicaba que si no trabajara tanto como lo hacía no podrían llevar la vida que llevaban y ella sería profundamente infeliz, lo que redundaría en los mammy issues a futuro de su hija. Sabía que Carolina probablemente tendría que ir a un sicólogo cuando fuera más grande, la meta era que no tuviese que ir a un psiquiatra.

Entonces, Carolina corría a los juegos, ella pensaba todo lo que pensaba y luego casi sonreía al verla parecer tan libre, sensación que tenía sólo al ver a niños corriendo. Caminaba más pausadamente e iba hacia el banco azul oscuro que se encontraba a la distancia perfecta para no perder de vista a la niña y para no estar tan cerca y cohibirla.

Todos los sábados a las 10.05 minutos se sentaba, abría la cartera, sacaba un cigarro y lo fumaba despacio.

Después, leía un libro, sin disfrutarlo realmente.

Al menos una vez al mes pensaba en lo bonito que era, a pesar de todo, tener un hijo.

Y al menos una vez al día no podía evitar sentir la desesperación de salir corriendo de ese parque, de esa banca, de las 10.05, del jugo de naranja, de las tostadas con palta, de los sábados a las nueve y sobre todo, de Carolina.


.