Era sábado.
Estaba ebria. Mis rodillas no pronunciaban bien las palabras y deseaba que todo parara, que parara la música , las náuseas, su cara avergonzada al sujetarla para que no se cayera, su cara avergonzada al verla bailar inconexamente entre toda la gente en la pista de baile. Pero todo aceleraba y la música no se detenía, ni las calles, ni él gritándole patética, levántate, o ella balbuceando algún reproche o algún perdón trabado en el alcohol. No se detenía nada, porque la ciudad jamás se detiene y nunca habíamos sido tan parte de ella.