La calle Hiroshima siempre fue triste, y fue ese mismo aire a tragedia la que la llevó a vivir allí. En las mañanas nadie se levantaba temprano, quizá porque todos en esa calle se encontraban demasiado cansados y en la tarde siempre se podían escuchar canciones tristes desde todas las ventanas. Ella cooperaba con música de películas aún más tristes que todos ellos y lloraba mientras miraba por la ventana, lloraba mientras lavaba la loza y refregaba mucho los platos, sin importarle que después las manos le quedaran secas y feas. Sus manos, de cualquier forma, secas o con crema, nunca le iban a gustar.
La calle donde vivía se llamaba Hiroshima. Y en ella olía un poco a desastre nuclear, a niños deformes y madres calvas de cáncer y agotamiento. En ella olía profundamente a desamparo y se habían suicidado trece personas. Allí, algún día, ella dejaría de darle vueltas al mundo y se tomaría trece pastillas y una botella de Gin porque el Gin era triste, triste igual que ella. Y cuando su estómago ácido, se llenara de sopor y de embriaguez para siempre, ella se quedaría dormida, junto al teléfono, intentando llamar -tarde- a alguien que supiera como devolverle las ganas de vivir
o las ganas de ser feliz.
La calle donde vivía se llamaba Hiroshima. Y en ella olía un poco a desastre nuclear, a niños deformes y madres calvas de cáncer y agotamiento. En ella olía profundamente a desamparo y se habían suicidado trece personas. Allí, algún día, ella dejaría de darle vueltas al mundo y se tomaría trece pastillas y una botella de Gin porque el Gin era triste, triste igual que ella. Y cuando su estómago ácido, se llenara de sopor y de embriaguez para siempre, ella se quedaría dormida, junto al teléfono, intentando llamar -tarde- a alguien que supiera como devolverle las ganas de vivir
o las ganas de ser feliz.
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