Marina.

Hay días tan blancos que el cuerpo se me funde con las sábanas y no puedo levantarme. El techo sigue ahí, arrimando demasiado calor, sopor, justo fuera de mi ventana. El piso está sucio, el baño, no hay algo que se pueda comer y Marina no se ha bañado. No ha tenido un beso de buenos días ni de buenas noches, ni un poco de algún amor que soy incapaz de crear.

¿De dónde sacar mi amor?

¿De mi piel escamosa por los días en cama? ¿De mis interiores completos de mierda? Quizá de mi alma, rota y cochina, quebrada por el peso inmenso de una vida de mierda que se me acumula bajo las uñas. Los pies que me pesan tanto se me vuelven ligeros fuera de esta habitación y este hogar fundado sobre arena, arena de la mala, arena de la misma que estoy hecha yo. Y mi pobre hija, pobre! Pobrecita llorando fuera de mi puerta, maldita, que se vaya porque yo, yo no la quiero.

-Marina VETE!

Pero Marina no se va. Porque Marina es mi hija. Y en veinte o treinta o cuarenta años seré La señora que le hizo la vida una mierda y tendrá depresión y a su hija, que llevará mi nombre como una cruz, no la querrá. Porque la vida es una y la vida es SUCIA y la vida no dejará que huya nunca, ni de su madre, ni de su pasado, porque yo tampoco me iré jamás. Seguiré en esta pieza, junto a la ventana que da al techo, el techo que junta calor, mientras la calle se vacía de niños y de madres y de ruido y deja la noche. Y la noche se acabará siempre, acabará para dejarme un día más, otro maldito y lerdo día más en el que los pies me pesen, no pueda levantarme, Marina llore de costras de polvo y hambre y yo llore por no saber como quererla, ni un poco, ni un sólo poquito.

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