Cotidianeidad.

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No sabían desde hace cuanto tiempo estaban juntos, no recordaban fechas exactas. Se habían conocido en el único día de lluvia del verano y cuando llegó el invierno decidieron que estarían juntos para siempre. Solían tomarse de la mano en primavera, pero ella prefería hacerlo en otoño, cuando metía la mano en los bolsillos de su chaqueta y descubría bombones de chocolate con cerezas al cognac, que él siempre terminaba regalándole.


Él solía abrazarla cuando lloraba y le sonreía cuando preparaban juntos el desayuno todas las mañanas. Le reclamaba porque dejaba la ropa tirada por toda la habitación pero después ella se le encaramaba en la espalda y lo botaba sobre la cama riéndose sin muchas preocupaciones, porque desde que le conociera, nunca más había tenido cosas de las que angustiarse. Cantaban juntos canciones alegres, bailaban descoordinados cuando tocaban música de playa en la radio, tomaban helado y siempre se les terminaba cayendo a los dos. A ella se le pegaban los huevos en el sartén y él era incapaz de preparar tallarines. A los dos les gustaba el arroz con leche y discutían de política y religión siempre al lado de la estufa a parafina que tenían porque no les gustó nunca llamar por teléfono para pedir balones de gas.


Soñaban juntos con conocer Nueva York y Paris, tener un piano de cola y tiempo para ir todos los días al cine. Ella quería escribir un libro y él hacer algún descubrimiento trascendente y famoso para ganar mucho dinero y mantener una familia grande como la que pretendía tener, mientras que ella le miraba feo cada vez que le mencionaba el tema, aunque en secreto, ella quería lo mismo.


Caminaban juntos por Santiago al menos una vez a la semana, en un barrio de media clase y normal. Los domingos se quedaban hasta tarde en la cama y jamás fueron tan felices como cuando después de varios años, tuvieron una niña que tenía los ojos de él y la sonrisa de ella.


Nunca fueron el uno para el otro. Pero por alguna razón, no lograron jamás vivir separados.

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