Fuimos tres.
Fue la rabia. Sólo la rabia, creo. Estábamos al lado de una reja con los lienzos en la mano, gritando a todo chancho mientras nos mojaba el guanaco. Gritábamos. Gritábamos porque mi colegio de mierda no me entregó nada, porque no me gané la bicentenario y no pude entrar a la u, gritamos porque el año pasado nos habían asaltado cinco veces, porque pagaba todos los días el puto pasaje de la micro y justo el día en el que se me olvidó cargar la bip, se subió un inspector y me cobró un parte por cincuenta lucas. Mi sueldo es de 150 lucas.
Entonces cuando salió la rubia sonriendo, descarada, gritando que éramos unos resentidos, que eramos flojos, que no sabíamos nada y que siempre, por siempre y para siempre seríamos pobres y cochinos dejé de pensar. Dejé de pensar en las cuatro horas diarias pegada a gente igual que yo, sin ningún espacio personal, en el hambre, en los libros piratas que eran los únicos que podía comprar, en la vez que me rompí un brazo y tuve que esperar horas a que me atendiera un doctor. Dejé de pensar y el cuerpo se me movió solo.
La agarramos entre varios. Los pacos intentaron separarnos, pero ya era muy tarde, teníamos otro tipo de fuerza. Fueron golpes, patadas y combos y tironeos de pelo y todo lo que se podía machacar de cualquier forma fue machacado.
Ella dejó de gritar después de unos minutos.
Sólo paramos cuando todo el mundo se hubo quedado en silencio.
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